El estallido de la insurgencia en septiembre de 1810 fue brutal. El costo de un levantamiento espontáneo y de una dirigencia inexperta durante los cuatro meses de revuelta de Hidalgo y los alzados de Dolores fue la confusión, y el motín popular alimentado por el odio de las castas y por la vieja rencilla contra los gachupines. La historiadora Guadalupe Jiménez Codinach escribió: “La presencia de Morelos comenzó a encauzar el torbellino. Por su empeño, los planes políticos se hicieron más definidos y más amplios; las operaciones militares se desarrollaron con más precisión y disciplina y la destrucción de vidas y riquezas, que no podía ser directamente provechosa, ni mucho menos cristiana y piadosa, se hizo cuando menos relativamente ordenada y justificable como represalia y defensa”.